Madres

Ésta es una de mis preferidas. El que va en la mochila a su espalda es Álvaro. El de la cara enfurruñada y las rodillas sucias eres tú. Tenías siete años, a punto de cumplir ocho. Tu abuelo tenía la costumbre de sacaros una foto con la Polaroid justo cuando abría el portón del jardín. Era su forma de daros la bienvenida, de celebrar ese momento: la esperada visita mensual. A tu madre le ponía muy nerviosa. Tal vez porque solía llegar de esta guisa, descompuesta, agotada después de bregar con vosotros desde la estación de tren hasta Miramar. Insistía en que nadie fuera a recogerla. Se pasó la vida tratando de demostrar que no necesitaba un coche. Hacía de su día a día una auténtica militancia. Todo en la vida, defendía cada vez que tenía ocasión, es una cuestión política.

Aquí se le ve realmente cansada. Álvaro se le había quedado dormido en el tren, así que ella lo acomodó en la mochila para llevarlo a cuestas. Por suerte para su espalda estaba hecho un palillo. Tú te habías empeñado en ir con tu patinete, pero la última cuesta hasta casa de los abuelos, esa tan empinada y con tantas curvas, no estaba asfaltada entonces, así que ella cargó con el trasto y tú te enfadaste muchísimo porque querías llegar a la casa subido en tu nuevo vehículo. Puedo imaginar perfectamente la escena. Tu madre arrodillada en el suelo adoptando tu altura. Tu hermano profundamente dormido, el patinete aparatosamente abandonado en el camino. La bolsa con vuestros bártulos colgada sobre el pecho. Cuando lleguemos a Miramar te lo daré y será como si hubieras subido con él. ¡Pero yo quiero subir en patinete! Hay demasiadas piedras, Sam, puedes hacerte daño. ¡Pero es que yo quiero! Probablemente no logró convencerte hasta que caíste dos o tres veces más. De ahí los raspones en las rodillas, los regueros de sudor ennegrecido en tu frente y en tu cuello. La ropa nueva llena de barro. Esa melena indomable. La cara de frustración e inconformismo. La misma rebeldía que te ha ayudado a alcanzar tus sueños. A ella le hubiera gustado saber que no fue en vano.

Pocos metros antes de llegar, con los ojos cerrados por un instante, ella ensayaría su mejor sonrisa. O la única para la que le alcanzaban sus fuerzas. Olor a tierra mojada, a hojarasca en estado de descomposición, a resina de pino, a baba de caracol. La merla intensifica su graznido, una motosierra despliega su estruendo a lo lejos: en casa de los Montaner preparan leña para el invierno. Se da por hecho el mañana, es así, vivimos como si después fuéramos a seguir estando y no sabemos hacerlo de ningún otro modo. ¡Por fin hemos llegado! Toma, cariño, coge el patinete ¡Sorpresa! ¡Abuelo! Os he pillado in fraganti, pequeños bandoleros.

Tu cara se ilumina en cuanto ves al abuelo. Se suceden las alharacas y aspavientos a modo de ritual. Entre tanto aparece la abuela que se une a la celebración. Álvaro se despierta malhumorado. Mamá le presta atención, no quisiera empezar la visita con una rabieta de las suyas. Al poco rato desaparecéis ambos entre los frutales. Ella respira profundamente, ensancha el pecho, hace círculos con los hombros, moviliza cuello y espalda… Cuando entra en casa con los abuelos vuelve a cumplir diez años. No hay ningún tipo de prevención para este tipo de asalto emocional, el olor del hogar de la infancia es un pasaporte seguro para la trastienda del alma. ¿Cómo está mi niña? Muy bien, papá. Un poco cansada, la verdad. No me extraña… Pero estás guapísima. Te queda muy bien el pelo largo. ¿Sí? Ya te lo he dicho un montón de veces, me encanta. Pero dime, hija, este Álvaro está muy flaco, ¿no? ¿Álvaro? Sí, Álvaro, está raquítico. Hombre, no sé. Ha estado con gastroenteritis. ¿No se lo has contado, mamá? Lleva unos días sin comer prácticamente. Ya estaba flaco la vez anterior. ¿La vez anterior? Sí, hija, cuando vinisteis el mes pasado. Parece que hablemos idiomas distintos. Ya, no sé. Yo lo veo estupendo. Contento, activo, con ganas de jugar… Pero muy flaco, hija mía. Bueno, él es delgado, como nosotros. Y tendrás que admitir que come muy poco. No come mucho, es verdad, ninguno de los dos es lo que se dice un comilón. Comen según el hambre que tienen, nunca les he obligado. Hija, qué cosas tienes… Espero que al menos beba leche, los niños tienen que beber mucha leche. Mira, papá, no sé a dónde quieres llegar. Ellos comen bien, comen de todo, verduras, frutas, cereales, legumbres… Tus hermanas y tú sí que comíais bien de pequeñas. Tu madre era una excelente cocinera. Y muy organizada. Sí, papá.

La conversación se desliza hacia terrenos pantanosos. Nutrición, organización familiar, maneras de vivir… Tu madre empieza a impacientarse, además está demasiado cansada como para afrontar una discusión así con tus abuelos. Para colmo ha dormido poco, así que prefiere no meterse en camisa de once varas. En esta época tú todavía gastas pañal para dormir. Y la abuela insiste en preguntar por el tema cada vez que vais a verles. Mamá piensa que la culpabilizan por este hecho, como si ella no hiciera su parte, como si ella, sencillamente, no te hubiera enseñado a ir al baño por las noches. Pero, hija, es que ya tiene casi ocho años. Sí, mamá, pero hay personas que tardan más en controlar los esfínteres. ¿Tú lo has llevado al médico? Claro, lo hemos consultado con la pediatra y estamos siguiendo sus indicaciones. Hay que tener paciencia, mamá, lo último que queremos es hacer que se sienta culpable. Pues como no le aprietes un poco éste se te hace pis hasta los veinte. No creo que sea cuestión de apretar. Tú sabrás lo que haces… son tus hijos.

Había momentos en los que tu madre se preguntaba por qué caía una y otra vez en las mismas conversaciones sin salida. Por qué a pesar de tanto cariño el tira y afloja era casi permanente. Y eso que se preparaba a conciencia para estos encuentros. Trataba de anticipar posibles discusiones y se prometía no entrar al trapo en caso de surgir temas espinosos. Hacer como tantas otras familias, capaces de pasar de puntillas sobre la realidad a base de fútbol, fórmula uno y todo el juego que da una paella hecha con leña. A vosotros os encantaba ir a casa de los abuelos, pero a medida que ibais creciendo el riesgo de conflicto aumentaba y ella se ponía muy tensa. ¿Me ayudas con la paella? ¡Claro, papá! El fuego ya está casi listo. Coge la sal y el aceite, yo llevaré la bandeja, que pesa más. ¡Samuel! ¡Álvaro!, el abuelo va a hacer la paella, ¿queréis verlo? ¡Es muy chulo! ¡Nooooo! Estamos construyendo una cabaña. Bueno, luego si queréis venís a echar un vistazo, es genial, de verdad. ¡Vale! Después iremos… Les gusta venir a casa, ¿verdad? Les encanta. Tu madre es una abuela de primera. Sí, es verdad. Anda, ve a por un par de cervezas dentro, hija.

Ese palo era mío, lo he encontrado yo. ¡Sí, claro! ¡Todo es tuyo! No te fastidia… Ese palo es mío, ¿no ves que tiene la punta afilada? Es mi lanza. ¡Estos críos se van a lastimar!

¡Salva! ¡Salvadoooor! Mamá, papá está fuera, en el paellero. No puede oírte por más que grites.¡Este hombre es un caso! ¿Dónde demonios habrá puesto el aceite? Lo tiene fuera, está haciendo la paella. ¡Esto es de lo que no hay! Venga, mamá, ¿por qué no dejas eso ahora y te sales a tomar una cerveza con nosotros? ¿Y dónde están Álvaro y Samuel? ¿Es que no van a almorzar? Están en el bancal, construyendo una cabaña. A ver si se van a hacer daño… ¿Por qué iban a hacerse daño? Venga, salte con nosotros.

Tu hermano y tú os escondisteis en vuestro refugio a comer caquis. Erais supervivientes de un naufragio, fugitivos de la ley, héroes en mitad de una hecatombe de dimensiones descomunales. Cuando llegó la hora de comer no teníais hambre. Mamá os propuso llevar la comida a la cabaña y os pareció un buen plan. Los abuelos se miraron sin comprender nada y después miraron a tu madre de una manera difícil de interpretar. Ella nunca tuvo claro si se trataba de desaprobación o de lástima. A media tarde se puso a llover, jugasteis a las cartas y al parchís. Más tarde tu madre y el abuelo tocaron juntos el piano y os cantaron varios de sus grandes clásicos. ¡Qué pena que dejaras el conservatorio! No debí habértelo permitido. Comentaba cada vez el abuelo. Después le regaló la foto que os hizo al llegar, como siempre. La abuela os despidió con un millón de besos y unos bocadillos para el viaje de vuelta. Cuando salieron a veros bajar la cuesta nadie podía imaginar que esa sería la última vez que verían a tu madre.

Al llegar a casa os dimos un baño y os fuisteis a la cama. Caísteis rendidos. Tu madre y yo nos quedamos charlando hasta tarde. A ella le encantaba contarme con todo lujo de detalle las cosas que os sucedían cuando yo no estaba. Era una narradora incombustible y aprovechaba nuestras conversaciones para reflexionar sobre los temas que le preocupaban. Como tus abuelos, que empezaban a estar mayores y temía que se quedaran aislados en Miramar. A mí me gustaba escucharla y a veces me quedaba dormida en el sofá al calor de sus palabras.

Cuento de Susana Heras para minimaLITERARIA Ilustraciones de Carlos Maiques . Puedes acceder a la versión por capítulos ilustrada en minimaLITERARIA

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