Torso

Descampado agreste humedecido por un inesperado chaparrón de marzo. Judith se dirige a casa desalentada y confusa, con un regusto a expediente disciplinario anclado en el velo del paladar. Mientras se aleja del instituto trata de evocar imágenes positivas. Por más que el ejercicio le resulte forzado y torpe ella insiste con disciplina: A ver, no debería ser tan complicado, piensa en cosas que te hagan feliz, pequeños gestos cotidianos. Unas hojas de rúcula sobre un bonito bol en madera de boj. Bien, ¿no? Ponle cámara lenta. Mitifica un poco, mete un filtro con halo. ¡No sé! Actitud. Salsa agridulce a base de soja, mostaza rústica, pasas corintias… y en la siguiente escena, a contraluz, lluvia de semillas recién tostadas sobre el aliño. Huele, Judith, huele a cámara lenta también, a placer íntimo, joder. Autocuidado. Pero el gusto desmedido por el aroma de la semilla tostada la lleva un poco también hacia un es que nadie me comprende ¡Aparta de mí ese cáliz! Piensa en la pantalla de tu televisor. ¿Lo tienes? El del apartamento era un trasto y le pediste al casero que se lo metiera por el, bueno, que se lo llevara, que ya traías tú el tuyo. Asertividad. Venga, elige serie, no te cortes, la que quieras, y ponte un capítulo detrás de otro hasta fundirte la temporada mientras rumias el pasto, al que agregarás seitán en un intento vegano y desesperado por combatir la anemia congénita. Judith, tú puedes, la cuestión es avanzar. Quién sabe hacia dónde, ¡pero camina!

El descampado se extiende a lo largo de un par de kilómetros en dirección a la playa, llama la atención un conjunto de palmeras descuidadas que debieron pertenecer a un vivero ya desmantelado. Los excrementos de las aves hacen el resto, aquí crecen magnolias, ficus, cardos y todo tipo de plantas crasas. Judith vuelve en un giro involuntario de su fantasía vegetal al expediente disciplinario, a la cara de imbécil del director, apelando a su responsabilidad, su estricta responsabilidad, parece estar subrayando con la ausencia de parpadeo. Mientras, los ojos inyectados en sangre del chaval se le clavan como dos flechas con ventosa en la frente y ella contacta con los servicios sociales para enviarlo de vuelta al centro de menores. ¡Que le coooorten la cabeza! Ya sé que allí le van a decir más que a un perro, pero por lo menos no tendrá que soportar a una panda de memos tratando de hacerle creer que es un chico estupendo, lleno de talento y posibilidades. Hoy no ha venido la del Ámbito Lingüístico, os acompaño a la biblioteca, podéis disponer de esta hora para adelantar vuestras tareas. Y el tipo se da media vuelta y se pira a fumar hierba a los baños. Luego vino todo lo demás… ¡Qué esperabais! Mierda de programa de integración. Yo al chico lo entiendo, pero, ¿y a mí? ¿A mí me entiende alguien? Soy bióloga, vivo desde hace dos años en Ciudad de Vacaciones y todo lo que quiero es llegar a mi casa. Y sí, Judith. ¡Me llamo Judith!

Marjal infinita, generatriz: hábitat de especies emparentadas con los dinosaurios, piensa la joven mientras cantan las ranas. Ahora percibe un efluvio a raíz / que le transporta a un lugar lejano / poblado de recuerdos ya antiguos / que un día dejó enterrados…

Sigue avanzando y una humedad tropical asciende por sus tobillos. Yucas, juncos, adelfas, cardos. Fertilidad. Tenía razón Joan: debo tomar cada día un camino distinto. Desprenderme de automatismos, ablandar esquemas mentales. No dar nada por sentado. Epojé. Estoy en proceso de fabricarme unas alas. Es majo, enseña inglés. Me ha dicho que un día podríamos ir a tomar algo. Judith cada vez está más lejos de casa, su olfato científico le impide abstraerse de esta observación de carácter empírico. Siente el absurdo en carne propia. También hambre y calor. Mucho calor. Con este tiempo una no sabe cómo vestirse. Huele a isla del mar Caribe, a un pasado aventurero, a cuando se dejaba sorprender. Entonces se promete que nunca más tomará el camino recto hacia ninguna parte. Sabe a ciencia cierta que no pertenece a este lugar. Ella necesita huellas, muros vestidos de enormes carteles desgarrados, vivos. Ágora: la respuesta está en tu interior. Los Chiguagua en concierto. Palo Alto Market, ¿te lo vas a perder? Los frenos cascados de los autobuses, el olor a tubo de escape, a comida grasienta. Aquí no hay espacio para el cúmulo, para la divergencia, para ese margen de caos que alumbra los pliegues de la vida. Todo sucede de manera pautada y previsible, al modo de un programa festivo municipal. La vida se muestra de cara a un público domesticado y complaciente que todo cuanto anhela es un menú cerrado y grandes dosis de vitamina D. Los domingos las familias airean a la prole por el paseo marítimo mientras pequeños grupos de silenciosos turistas nórdicos toman su desayuno continental en las terrazas del puerto. Los escaparates de los comercios abren su alma en busca de amores de temporada y en las plazas ajardinadas se amontonan grupos de jóvenes para celebrar la misma despedida de soltera cada domingo. Por la noche Judith sale a correr por las avenidas de este plató abandonado y no encuentra una sola pista que la dirija hacia el punto de fuga.

* * *

A lo lejos en el descampado hay una gran valla publicitaria visiblemente desgastada por la potencia de muchos soles desorbitados. Viviendas de lujo. Próxima construcción. Apartamentos de dos y tres habitaciones. Amplia terraza con vistas al mar. Zona común ajardinada. Piscina, gimnasio, duchas y sauna privativos. Visite nuestras oficinas. Construcciones Pons: El lujo a su alcance. En la imagen azulada una joven madre de familia se divierte con dos criaturas rubias de atrezzo mientras su esposo atiende una llamada telefónica tumbado sobre una hamaca en acero inoxidable. El sol sigue haciendo su trabajo arcano sobre la escena con la que Pons inmortalizó el final de un imperio. Tengo que sacar la ropa de verano. Lo que daría por quitarme ahora mismo estos zapatos. Levanto la vista y veo un cuerpo que camina hacia mí. Parece haber saltado de la valla publicitaria del señor Pons. Casi una década después el joven padre de familia vuelve desde el más allá de la burbuja inmobiliaria para vengar a toda una clase social a la que le robaron su queso. Me río de mí, incapacitada para la evasión. Pero no me río hacia adentro, me río a carcajada limpia como quien piensa que no le ve nadie. Es justamente a lo que me he acostumbrado. Pierdo las riendas, cabalgo sin rumbo entre carcajadas y un dolor punzante en el seno. Es sólo hambre o una bajada de tensión. La hierba. No me la debería haber fumado. Cuadrupedia. Me pongo perdida de arena, algo se clava en las palmas de mis manos y en las rodillas. Luego gimoteo y se me escapa un ligero graznido. Gaviotas. No sé, la verdad es que no sé qué hago aquí tirada en el suelo.

El hombre está desnudo de cintura para arriba, se ha parado a menos de un metro de mí, me mira y sonríe, espera que le diga algo o tal vez que le cuente cómo nos va por aquí desde que estalló la crisis. Apenas doy para controlar esa risa que se me escapa como el aire de un globo que huye de las manos antes de haberle atado el nudo. Saludo al desconocido desde el suelo con la confianza que da vivir en una ciudad pequeña. Aquí no nos conocemos todos, pero es fácil actuar como si nos conociéramos. Su camiseta blanca cuelga de la cintura de un pantalón vaquero que le sienta justo como deben sentar los pantalones vaqueros a un vaquero al final de la jornada laboral, cuando el trasiego propio de la vaquería ha hecho que ceda el tejido y la prenda caiga hacia la zona púbica y arranque del glúteo. Supongo que viene de trabajar, del mar, pongamos por caso, que aquí no hay vaquerías. Estará cansado, habrá tenido un día duro, como yo. Vivirá también por la zona de Playa Larga. Vecinos. Por eso me ayuda a levantarme y cambiamos el rumbo ciento ochenta grados. A pesar de sus greñas, que indican que no se ha cortado el pelo desde el hundimiento de los Pons, y a pesar del torso, untado en sudor, no huele mal. En general sigue oliendo a Caribe. Entiendo que no le doy miedo. A lo mejor por eso me acompaña hasta casa y sostiene mi mirada desde sus ojos de mar. El sur de Brasil está lleno de gente con apellido alemán. Su aire me transporta a una urbanización igualita a la nuestra pero a unos nueve mil kilómetros de aquí, en la isla de Florianópolis. Abro la puerta del edificio, llamo al ascensor. Dentro del pequeño cubículo no me dice nada mientras me cuenta que mataría por una ducha, por eso cuando entramos en el apartamento lo acompaño hasta el cuarto de baño y le ofrezco una toalla limpia. Enciendo la radio en la cocina, suena una bossa nova en Radio 3, pero no lo interpreto como una señal del destino porque es la misma que suena desde hace más de diez años. A mi edad de todo hace una década. ¡Calla! Piensa en verde. Y abro otra. Al cabo de tres cervezas entra en la cocina con el pelo mojado, la piel tostada, resplandeciente, para entrar a vivir. Esto sí que es un lujo. Su pelo es más largo de lo que me pareció cuando me lo encontré en el descampado. Abre la nevera, coge una cerveza fría, quita la chapa con su dentadura de vaquero o de lobo de mar y se la bebe de un trago. Nos comemos un sándwich sin soltar prenda, a felicidade é como a pluma, que o vento vai levando pelo ar… Entonces caigo en que no nos hemos presentado. Melhor assim. Con dos cucharas soperas nos zampamos medio quilo de helado de nueces de Macadamia directamente del envase. La que se va a la ducha ahora soy yo. Mientras enjabono mi cuerpo con Fa, frescor salvaje, imagino lo cansado que debe estar Caetano, pongamos por caso, después de una jornada de trabajo al aire libre. Pero no parece malhumorado ni frustrado, al contrario, se le ve fluir, es un hombre propenso a la satisfacción. Tal vez por eso cuando vuelvo a la cocina encuentro una importante colección de botellas verdes sobre la encimera y una espesa nube blanca envolviendo su figura, que ejecuta el loto invertido mientras con los ojos cerrados expulsa el humo por la nariz.

Vamos a mi habitación, hace unos meses tuve que comprar una cama y pedirle al casero que se metiera la suya, quiero decir, que se la llevara, porque me estaba destrozando la espalda. Pero ahora en vez de cama hay un parque acuático. Bajo las persianas, nos tiramos una y otra vez por el tobogán más alto, el que tiene forma de tirabuzón. Nos sumergimos. Y vuelta a empezar. El agua está templada. Qué buena idea, pienso mientras cojo aire entre una inmersión y otra. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! No sé qué me divierte más, si trepar por las escaleras muertos de risa resbalando con nuestros cuerpos mojados o dejarnos caer desde el punto más alto con todo el vértigo apretándome la barriga. Es imposible parar. Me olvido de que esa misma tarde tengo reunión con la directora del centro de menores. También me olvido de que mañana vienen mis padres a pasar el fin de semana conmigo. Y me olvido del examen de alemán de la EOI y de la reunión de vecinos y hasta de las ofertas del Aldi: esta tarde pensaba ir a por una nevera de playa que vi en el catálogo. En algún momento me quedo dormida. Exhausta. Abrazada a él, supongo. O a una colchoneta con forma de tortuga.

Cuando me despierto no hay nadie en mi cama. Solamente yo, Judith tal cual. Me acerco al cuarto de baño y pego la oreja a la puerta. Oigo la cisterna, sigue averiada. Trato de ubicarme. ¡Ostras! Las nueve y cuarto. Me pongo algo de ropa y bajo a la calle. En ciudades como esta hay supermercados con nombres que no encuentras en ninguna otra parte, aires de grandeza de pequeños héroes locales. Todo es más caro y más cutre, pero está cerca de casa y no cierra hasta las diez. Aborrezco todo el género de plástico que se amontona a la puerta del establecimiento, pero esta vez no siento odio, sino compasión por el ser humano. Contradicciones. ¿Le gustará la tortilla de patata? A todos los brasileños les gusta, esto es así, a veces conviene dar algunas cosas por sentadas, digo yo. Cojo huevos, XXL, gallinas camperas criadas en libertad a base de piensos naturales. Uf, no pienses. Malla de patata roja, zumo de mango para la resaca. Un paquete de Bimbo. Judith llega a la caja, todavía suena música brasileña en su cabeza. Esta se mezcla con el olor a coco de los bronceadores del verano pasado que hay junto a los preservativos y las pilas alcalinas. Desde allí ve a un hombre en el suelo sentado junto a la rampa de salida del establecimiento. Yace a su lado un perro que respira profundo, como queriendo sacar partido a las bocanadas que despide su amo. Al fijarse en él experimenta cada constatación como un pequeño alfiler que se clava en las partes más sensibles de la corteza de su cerebro. Admite, a pesar del desconcierto, mientras deja unas monedas en la funda de su guitarra, que siempre estuvo ahí. Con sus tatuajes. La melena quemada por el sol. La piel bronceada. El torso desnudo. Y esa mirada verde y azul.

Cuento de Susana Heras para minimaLITERARIA. Ilustraciones de Ana Collado. Puedes acceder a la versión ilustrada por capítulos en minimaLITERARIA.

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