Técnica

[Octubre de 2022. Sobre los cursos de escritura y mi breve experiencia como alumna.]

Hace unos días una amiga me preguntaba por los cursos de escritura, qué cursos había hecho yo, por qué pensaba que era una buena idea acercarme a la escritura de esa forma, cómo había dado con la escuela que me convenía y si consideraba que era necesario pasar por ahí o tal vez es algo que se está poniendo de moda, que sólo sirve para dar de comer a unos cuantos escritores en busca de cierta estabilidad económica.

Mi amiga hace este tipo de preguntas…

El caso es que desde hace algunos años empecé a interesarme por los cursos de escritura. Ya llevaba mucho tiempo escribiendo de manera regular. Trataba de concederme varios espacios a la semana para escribir sin una meta fija, buscando únicamente la introspección y realizando el ejercicio de encontrar las mejores palabras para volcar los pensamientos y emociones que surgían a lo largo de los días. Pero empecé a sentir la necesidad de mostrar a alguien lo escrito, digamos en un afán por completar el proceso comunicativo. O quién sabe si movida por el hecho de estar a punto de alumbrar a mi tercer hijo.

Para eso necesitaba realizar un esfuerzo mucho mayor, porque las páginas de un cuaderno personal, que es como me gusta llamar a este tipo de escritura que practico, está libre de muchas de las exigencias que comporta el texto literario. Escribo a placer, pidiéndome una cierta rigurosidad lingüística, precisión léxica, orden en las ideas, rumbo en el discurso, pero, en un momento dado me voy por las ramas y no pasa nada. Me pierdo y elijo no buscarme. Equivoco la palabra exacta y basta con encerrarla en un paréntesis y añadir otra al lado, o dos, o tres. No hay tacha, que diría el I Ching. Vuelvo una y otra vez sobre los asuntos, me contradigo, me pongo bastante absurda y todo vale porque es parte del proceso. Es justo para eso que me siento unas horas frente al papel. Sin embargo, tal vez, me dije, algunos pasajes aislados, llevados al terreno de la ficción, enfundados en el traje del cuento, podrían convertirse en algo digno de ver la luz.

Entonces pensé que si quería dar un paso adelante en ese sentido iba a necesitar ayuda y aunque escribí varios cuentos con lo puesto, pronto vi lo mucho que me ayudaría que alguien con criterio los leyera y me dijera qué le parecía todo aquello. Para empezar recurrí a algunos amigos, gente muy leída, con criterio, y sus comentarios, siempre afinados y exigentes, me hicieron empezar a plantearme cuestiones como el tipo de narrador por el que había optado, la cantidad de información ofrecida o la dosificación de la misma a lo largo del relato, así como otros pormenores de carácter lingüístico: la voz con la que se expresa cada uno de los personajes o la fluidez de los diálogos. Estas observaciones me las hacía sobre todo Q, un amigo que lleva décadas escribiendo y que me había pasado algunos de sus cuentos para que los leyera. Él además llevaba por entonces varios años involucrado en un taller de una escuela inglesa y a mí me impresionaba cómo era capaz de seguir las clases en un idioma que no es su lengua materna y la solvencia con la que realizaba los ejercicios para poder compartirlos con los demás estudiantes.

Con esta idea ya en mente un día busqué las notas tomadas durante una charla de Marta Sanz a la que había asistido unos meses antes con mis alumnos de bachillerato. Allí contaba, a raíz de la pregunta de uno de ellos, que cuando era joven y le surgieron las típicas dudas vocacionales antes de decidir qué carrera iba a estudiar, su padre la apuntó a un curso de escritura creativa. De alguna manera, ésa fue su puerta de entrada o su contacto inicial con el oficio, más allá del hecho de llevar toda la vida escribiendo espléndidas redacciones en el colegio o diarios como los que hemos escrito de manera compulsiva muchas de las chicas que crecimos en un mundo analógico. En su Lección de anatomía se pueden rastrear algunas pistas sobre esos pasos iniciales.

También por entonces fue cuando leí por primera vez a Luisgé Martín, autor de su misma generación, que en La vida equivocada concede la voz narradora a un joven madrileño que acude a un taller de escritura en el centro de la ciudad. Es precisamente su asistencia a la escuela de escritura la que le pone en contacto con aquel que se convertirá en protagonista de sus obsesiones y centro neurálgico de la historia que acaba por contar en la novela. Tuve la sensación de que los dos se referían a la misma escuela, así que me puse a investigar.

Fue así como di con Fuentetaja, una librería de Madrid en cuya trastienda había tenido lugar una rica actividad cultural en el pasado. Después vi la manera en la que había crecido como escuela de escritura y me llamó la atención que muchos de los profesores que ofrecían cursos en ella eran escritores a los que admiro. Como además no podía desplazarme y me disponía a pasar una larga temporada pegada a una criatura cuyo ritmo vital marcaría el de mis días, tenía que optar por el formato a distancia. Comprobé que existía esta opción, estudié la oferta disponible y decidí apuntarme a un curso que impartiría un escritor al que yo no conocía por entonces, cuyo perfil me pareció de entrada interesante. En cualquier caso no escogí el curso por el profesor, aunque finalmente es lo que más me gustó de la experiencia, sino por el plan de estudios, que se detallaba con gran rigor en la página web de la escuela.

Íbamos a estudiar teóricamente y a practicar a través de ejercicios guiados los principales parámetros que entran en juego en la construcción del relato: el tema; el lugar, el tiempo y la acción; el tono y la atmósfera; las tramas; los puntos de giro; el ritmo del relato; las técnicas de verosimilitud; la construcción de la escena; la adjetivación; el diálogo; los motivos literarios. Partíamos de una breve explicación teórica acompañada de unos apuntes que debíamos leer dentro de un plazo establecido. Esta parte me hizo recordar las asignaturas de Teoría literaria y Crítica cinematográfica que cursé en la Facultad de Filología de Valencia con los profesores Santiago Renard y Juan Miguel Company respectivamente. Allí abordábamos estos conceptos desde un prisma epistemológico y luego realizábamos análisis muy exhaustivos de grandes obras de la literatura y del cine. Disfruté mucho de aquellas clases a pesar de que mi recorrido como lectora era muy limitado en aquella época, debido a mi juventud.

Tras el estudio teórico el profesor del taller también nos proponía la lectura de algún cuento célebre para ejemplificar el concepto que estábamos trabajando. Leímos títulos extraordinarios de Anton Chejov, Gustave Flaubert, Ernest Hemingway, Ray Bradbury, Franz Kafka, Lawrence Durrell, Augusto Monterroso, Juan Rulfo, J. D. Salinger, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Aprendí a leer con una mirada diferente, tratando de comprender el mecanismo, tal y como sugiere Patricia Erlés en El sillón verde cuando habla de desmontar relojes. Así que, más que leer los cuentos, los diseccionábamos. Poco después fui consciente de que faltaba la otra mitad de la humanidad en el repertorio de cuentistas escogidos por mi profesor, pero ése es otro asunto al que le estoy poniendo solución por mi cuenta desde hace un tiempo y del que hablaré en otro texto.

El siguiente paso consistía en desarrollar una propuesta de escritura. Dependiendo de cuál fuera el objetivo, es decir, aquello que se quería poner en práctica, el profesor nos proponía un ejercicio y nos daba un tiempo para escribir y compartir nuestros textos. Después de esto venía la parte que debería haber sido más enriquecedora: comentar entre todos los participantes nuestros escritos. Sin embargo, los compañeros de mi grupo eran bastante parcos en sus aportaciones, se limitaban a manifestar opiniones respetuosas sobre el trabajo de los demás, pero no había demasiada profundidad en los análisis. Llegó un momento en el que temí resultar una persona incómoda porque, en mi afán por contribuir a que los textos de los compañeros crecieran, señalaba todos aquellos aspectos que me parecían susceptibles de mejora. El caso es que los comentarios del profesor, redactados con un tono muy reconocible y una prosa realmente virtuosa (todo en este curso sucedía por escrito, no había cámaras web ni cualquier otro tipo de soporte audiovisual), sí fueron de gran ayuda e inspiración para mí.

Había otro apartado interesante dentro del curso al que llamaban Oficio de escritor. Consistía en escuchar entrevistas a grandes escritores como Enrique Vila-Matas, Natalia Ginzburg, Juan Rulfo, John Gardner o Ricardo Piglia. Era otro tipo de tarea que hacíamos individualmente antes de la puesta en común a través de un foro. Resultaba muy nutritivo y te permitía acceder a una faceta de los escritores que suele permanecer oculta para el lector común. En este sentido, hay una entrevista a un autor al que todavía no he leído (tengo que ponerle solución a este grave asunto cuanto antes), que me conmueve de una manera especial por lo muy cerca que me siento del discurso que plantea. Se trata de una conversación entre Manuel Puig y el periodista Joaquín Soler Serrano en el marco del programa A fondo de Radiotelevisión Española. Me parece que es un buen ejemplo de cómo las reflexiones de un escritor, fruto de la experiencia y del camino recorrido, pueden alumbrar a quienes desean dedicar su vida a contar algo que merezca ser leído.

Pasados los seis primeros meses, es decir, la primera parte del curso, que se podía prolongar hasta los dos años, decidí no continuar. Fueron varios los motivos que entraron en juego, por un lado mi recién nacido hijo resultó mucho más activo de lo que yo podría haber imaginado. Así que esas largas siestas durante las que yo me imaginaba tecleando en el ordenador o subrayando mis apuntes quedaban reducidas a un par de horas diarias como mucho. Por otro lado, si bien el profesor me había parecido brillante, exigente y honesto, el grupo de participantes que confluimos en esa convocatoria no me aportaba mucho y lo que debería haber sido un intercambio enriquecedor de comentarios, se convirtió en una tarea pesada para mí que me quitaba demasiado tiempo. Leía varias veces los textos de mis compañeros, procuraba hacer observaciones relevantes y gastaba una energía que no veía recompensada de ningún modo. Un día un señor, que escribía muy bien dentro de su estilo, me dijo después de leer uno de mis textos más autobiográficos: “Me ha gustado mucho, tienes una imaginación desbordante”. Y eso fue todo. Posiblemente no estábamos buscando lo mismo. Ahora, después de varias experiencias, espero de un taller de escritura que sea un espacio seguro en el que todas las personas nos sintamos responsables del crecimiento colectivo.

En cualquier caso, de este taller salí con ideas valiosas respecto a la escritura de ficción y con varios cuentos terminados, a la vez que algunas anotaciones para futuros textos. Luego seguí escribiendo, olvidando todo lo aprendido, supongo. Regresando eventualmente al cuaderno de notas que atesoro como un puñado de diamantes falsos que bien podrían pasar por verdaderos y volviendo a enterrar cada pequeño tesoro como hace la Merricat de Shirley Jackson en el jardín de su castillo.

Ella también dictó algunas lecciones de escritura y asistió, como casi todas las autoras y autores de su generación, a cursos de escritura creativa en la época universitaria. En la antología Cuentos escogidos de la editorial minúscula la autora ofrece tres lecciones de escritura magistrales. Me gusta especialmente la conferencia titulada Experiencia y ficción en la que aparece una frase que podría escribir en el techo de mi habitación: “El único modo de convertir algo que sucedió realmente en algo que sucede en el papel es atacarlo desde el comienzo del mismo modo que un cachorro ataca un zapato viejo”. Y es que no puede hacerse de otra manera.

También Sylvia Plath habla de este asunto en La campana de cristal. Esther Greenwood, la protagonista de la novela, disfruta de una estancia en Nueva York gracias a su incipiente talento literario y en la segunda parte de la obra hay un desastre esencial que se desencadena, entre otras cosas, por haber sido rechazada en un curso de escritura que suponía para ella una oportunidad única. Así que, en la América de los años cincuenta los cursos y talleres de escritura son algo que está en la base de toda una generación de futuros referentes literarios.

Más tarde he leído con gran placer a Lucia Berlin y a Lorrie Moore, ambas profesoras de escritura en diferentes universidades americanas. Me pregunto por qué en nuestras facultades, no sólo en las de Filología o Humanidades, sino en la de cualquier ámbito de estudio, no es más habitual esta práctica. Estoy convencida de que una parte significativa del alumnado universitario estaría interesado en asistir a seminarios o cursos de escritura. Y podría ser parte de su formación académica del mismo modo que se reciben créditos de libre elección por actividades de lo más variopintas, como la práctica de juegos tradicionales y otras atrevidas propuestas que parecen haber encontrado su espacio en el entramado curricular.

Me gustaría hablar también sobre otro curso al que asistí el año pasado de la mano de un escritor al que admiro y que resultó revelador. Sin embargo, voy a dejarlo para una próxima ocasión, ya que no me gustaría tratarlo de manera superficial y tampoco quiero excederme en mi respuesta. En definitiva, me parece interesante explorar las diferentes escuelas que hay a nuestro alcance, hoy en día con la opción de acceder a ellas en remoto las posibilidades se han multiplicado, aunque creo que el encuentro presencial debe ofrecer una gran cantidad de alicientes. Otro camino, igual de interesante, es leer con la mente bien despierta y escribir de manera constante, sin caer en el desánimo o el aislamiento excesivo, compartiendo tus textos con otras personas que escriban o lean de manera habitual y practicando la generosidad con ellas.

Me imagino ahora a Carmen Martín Gaite, sus largos paseos por el Retiro, esas veladas en los cafés animadas por conversaciones interminables. Tertulias, recitales, encuentros literarios en todas sus versiones… y pienso que cada escritor acaba por encontrar su escuela, su manera de aprender y a sus maestros.

6 Comentarios

      1. Sii! Ojalá…. Veo que no aparece mi primer comentario, en él te decía el gusto que me da leerte, entre otras cosas, por la claridad y honestidad con la que expones tus sentimientos, experiencias y pensamientos…. De alguna manera, según leo, ordena los míos, y eso es muy gustoso 🙂

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      2. Vaya, Maite, cuánto me alegra. Comparto algunos de los textos que escribo justamente para eso, para que sirvan y nutran a quien los lea. Además el beneficio es mutuo, porque desde el momento en que decido ofrecerlos para su lectura me obligo a ser clara y honesta. De modo que tú también me ayudas a ordenar mis pensamientos. Un abrazo desde esta serena orilla del mar.

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